PUBLICIDAD ENTRE EL GLAMOUR Y LA PESTILENCIA


El publicista, entre copa de whisky y raya de coca a deshora, tampoco lo tiene tan fácil. Le guste o no está obligado a ayudar a otros a vender, a hacer interesante lo que no lo es, muy a pesar de sus intereses, prioridades o manías. Es un trabajo constante, con suerte regular, que dirige al creativo de empresa en empresa, a cada cual más desesperada por vender. Inventar un slogan es casi una rutina, sabiendo a priori que difícilmente logrará permanecer en la memoria del consumidor por más de medio minuto. “Life’s good”. Menudo pelmazo. “Autoemoción”. Menuda chorrada. Ser publicista un cierto grado de cinismo; implica reconocer que tendrás que inventar algo de escasa o nula trascendencia. Con suerte, alguna víctima inocente en busca de consistencia para su personalidad incorporará en el imaginario la propuesta, y respirarás tranquilo y cobrarás el cheque. Esta breve y superficial reflexión no va destinada a mejorar la imagen de este colectivo. Con los publicistas no se puede ser compasivo. Ellos eligen su estilo de vida, y deciden trabajar para la imagen de otros cuando, por ejemplo, podrían estar cuidando cabras en un pueblo sin línea telefónica, o trabajando de camareros en un bingo. Afortunadamente, hay acercamientos al mundo de la publicidad bastante acertados o, si más no, recomendablemente lacerantes. De entre ellos destaco la serie Mad Men, en la que nos adentramos en la vida de un equipo de publicistas de los años sesenta. Todos fuman, beben y acuden con traje y corbata y gomina a su oficina. Acomodados, machistas y ambiciosos, sortean a los clientes como Lucky Strike o el mismo Nixon y se reparten el botín de las secretarias. Es una fina reflexión poco idealizada de su trabajo. Sí, viven bien y ganan dinero, pero tras visionar algunos episodios uno no quiere cambiar de carrera y dedicarse a ello. En el campo literario debemos ceder los honores a Frédéric Beigbeder, con su conocido 13.99€. En este libro conocemos al impresentable de Octave, un publicista que cumple con todos los tópicos gamberros y políticamente incorrectos que se atribuyen a los publicistas de élite. De su mano sacaremos adelante campañas paupérrimas de conocidas marcas, nos drogaremos en los baños de cualquier sitio y viajaremos de cochazo en cochazo. No se trata de idolatrar su figura, aunque pueda deslumbrar su macabro estilo de vida; es una oda funesta a toda una generación de jóvenes ambiciosos al servicio de las multinacionales, que viven como niños ricos carentes de referentes y con dudosos principios morales. Lo dicho, ser publicista no es fácil, aunque a veces no está del todo mal.

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