Dicen, que existe en el norte de España un lugar mágico, en el que cualquier persona que lo desee puede comunicarse con los “dioses”, y hallar las respuestas que estaba buscando.
Mi abuela, solía llevarme allí cuando yo era pequeña. No quedaba muy lejos de pueblo donde ella vivía, por lo que muchos domingos, cuando mis padres y yo íbamos a visitarla, preparábamos juntas la merienda, y tomando el camino norte que sale de pueblo nos dirigíamos hacia aquel fantástico enclave.
“Rosana”-me decía mi abuela una vez allí- “llega un momento en la vida de todo ser humano, en el que éste se encuentra perdido, le asaltan multitud de dudas y se pregunta si el camino que ha tomado es el correcto. Este sitio, donde nos encontramos ahora, es uno de los muchos que hay a lo largo de nuestro planeta, en el cual, hombres y mujeres de todas las épocas han encontrado respuestas a sus numerosas preguntas y han retomado de nuevo su camino”.
El sitio en cuestión, era una cueva de pequeñas dimensiones, a la cual se accedía por una grieta existente en la pared rocosa. Yo sólo había entrado en dos ocasiones, ya que el lugar me producía bastante miedo; me imaginaba que la cueva era la entrada a un mundo repleto de criaturas extrañas donde las fantasmagóricas voces de los “dioses” te acompañaban a donde quiera que fueras.
Treinta y cinco años después, tan lejos ya en el espacio y en el tiempo de aquel extraño lugar y de aquellas mágicas tardes en compañía de mi abuela, acudían a mi memoria todos estos recuerdos; el motivo…, me encontraba ya en ese punto en el cual comienzas a replantearte toda tu vida, y te preguntas si lo que has venido haciendo hasta ahora es lo más correcto.
Mi mayor aspiración, siempre había sido alcanzar una buena posición social y formar un hogar del cual pudiera sentirme orgullosa. Con esta intención, me había trasladado a Madrid, nada más dejar la universidad, para comenzar a trabajar en una gran empresa de telecomunicaciones. Tras varios años de sacrificio y dedicación, había logrado conseguir un buen puesto, así como el resto de mis metas.
Ahora que mi trabajo ya no me llenaba como antes, mis hijos comenzaban a ser más independientes, y la relación con mi marido se había deteriorado, sentía como si el destino me hubiera traicionado; tenía una sensación extraña en mi interior difícil de comprender. No es que me arrepintiera de la vida que yo misma había escogido, pero en cierto modo no era lo que yo esperaba, lo que había logrado alcanzar ya no era suficiente, y no podía entender por qué.
Necesitaba tiempo para aclarar mis ideas; de modo que, tras darle muchas vueltas al asunto, decidí tomarme un fin de semana libre lejos de mi marido y de mis hijos. Me pareció buena idea regresar al pueblo de mi abuela. Desde la muerte de ésta (hacía ya bastantes años), y tras vender mis padres la casa donde ella vivía, no había vuelto por allí.
Busqué a través de Internet algún hotel rural por la zona y encontré uno en una aldea situada a pocos kilómetros del pueblo de mi abuela; sin pensarlo dos veces hice la reserva y comencé los preparativos del viaje.
La semana pasó muy deprisa, y al llegar el viernes todo estaba listo; de modo que el sábado a las ocho de la mañana emprendí mi pequeña aventura de dos días, no sin antes haber respondido a toda una serie de preguntas, tan absurdas como irritantes, que mi marido me tenía preparadas:
-¿Llevas el móvil para poder localizarte si surge algún problema?.
-Sí
-¿Le toca al jardinero venir mañana?
-No
-¿Queda pan en el congelador?
-Sí
-¿Hay que poner la lavadora?...
Cuando lo normal en estas circunstancias para cualquier persona, en su sano juicio, habría sido decir:
-Ten cuidado en la carretera, cariño.
-Llámame cuando llegues.
-Disfruta y descansa cuanto puedas…
Visto lo visto subí al coche, y haciendo un gesto con la mano, a modo de despedida, arranqué el motor. Un instante antes de doblar la esquina miré por el retrovisor y no pude evitar exclamar en voz alta “¡ahí te quedas!”.
Era la una y media de la tarde cuando llegué por fin a mi destino, justo a tiempo para instalarme y darme una ducha rápida antes de la comida. Lo que vi nada mas aparcar me sorprendió gratamente. El hotel, situado en un entorno privilegiado, tenía un aspecto bastante acogedor. Se trataba de una antigua casona de piedra que había sido restaurada con esmero. La habitación, a pesar de estar sobriamente amueblada, resultaba también encantadora. Realmente se respiraba tranquilidad en ese lugar, ¡ya casi había olvidado esa sensación!
A las cuatro menos cuarto exactamente, salía del restaurante. La sensación de paz que me había acompañado desde mi llegada al hotel se había ido transformando poco a poco en impaciencia; impaciencia por acercarme al pueblo de mi infancia, ¿cuánto habría cambiado?, había transcurrido tanto tiempo…
En lugar de esperar al día siguiente, como en un principio había planeado, decidí
acercarme con el coche; aún quedaban tres horas de luz, lo suficiente para echar un vistazo al pueblo y sus alrededores.
Tardé en llegar un poco más de lo previsto, no había muy buena señalización y tuve que parar para preguntar varias veces por el camino. Si no es por el cartel de la entrada donde figuraba el nombre del pueblo, hubiera jurado que era otro distinto. No podía ser el mismo que yo recordaba. Nuevas casas habían aparecido por doquier, y en el lugar donde antaño había huertas, ahora se podía ver un restaurante de comida típica y unos aparcamientos.
Aparqué el coche en una calle del centro y me asomé a la plaza. Ésta permanecía prácticamente igual, sólo que ahora había muchos más bares y tiendas de regalos de cuyas fachadas colgaban camisetas y diversos objetos a la venta, y entre tanto colorido, mi vista se detuvo ante una silueta muy familiar, la casa en la cual había pasado tantos domingos, y de la que tenía tan gratos recuerdos. Por un momento sentí como si el tiempo no hubiera pasado, como si nunca me hubiese marchado de allí, y sin saber por qué, comencé a caminar dejando atrás la plaza y tomando el camino norte que sale del pueblo.
Invadida por los recuerdos, me encontré, casi sin darme cuenta, frente a la grieta en la pared rocosa que daba acceso a la cueva, y me sorprendí a mí misma diciendo en voz alta, mientras regresaba bruscamente al presente: “aquí hallarás las respuestas”. Habían pasado tantos años…pero todavía me parecía oír la voz de mi abuela.
El lugar estaba muy tranquilo y no había nadie a la vista. “¿Por qué no entrar?”. Y eso fue lo que hice, con bastante esfuerzo he de decir; ya que me costó horrores pasar por la abertura. “Este año sin falta, me apunto a un gimnasio”, pensaba mientras me dejé caer pesadamente sobre el suelo arenoso de la cueva.- ¡Vaya, hasta aquí ha llegado también la civilización!- y apartando de un manotazo dos latas de bebida, me recosté apoyando mi espalda lo mejor que pude en la irregular pared. Poco a poco mis ojos se adaptaron a la oscuridad y lentamente fueron recorriendo todos los recovecos de aquel singular lugar, hasta descubrir unos dibujos grabados en la pared. Sí, mi abuela me los había enseñado una vez, “el símbolo de la Madre Tierra” había dicho. Los petroglifos eran bastante antiguos y representaban, de forma muy esquemática, un ser humano con los brazos extendidos. Absorta como estaba en la contemplación de estas figuras, mi mente y mi cuerpo se fueron relajando poco a poco hasta entrar en una especie de adormecimiento. Al poco tiempo comenzó a llegar hasta mis oídos una extraña vibración, un suave zumbido que parecía venir de todas partes, era como si la roca hablara, mecida por este murmullo de la “tierra” fui entrando lentamente en una especie de trance, y a partir de ahí el milagro ocurrió: mi mente se abrió y, por unos instantes me sentí formar parte del universo, unida a todo cuanto me rodeaba: las rocas, el agua, el aire…me había “desintegrado” en multitud de partículas que circulaban y se mezclaban libremente a lo largo y ancho del planeta…
No sé cuanto tiempo había transcurrido, pero cuando “regresé” ya estaba anocheciendo. Me incorporé como pude y salí al exterior. La brisa fresca, acariciando mi rostro, me terminó de despejar. Todo permanecía en silencio y los árboles se mecían rítmicamente, como si me dieran la bienvenida tras haber llegado de un largo viaje.
Había acudido a este lugar con el secreto deseo de encontrar las respuestas a mis numerosas preguntas. No logré hallarlas pero en su lugar, conseguí algo más importante, me había encontrado conmigo misma y había experimentado esa unión tan mágica con el cosmos, ¡eso debía de ser lo que los antiguos llamaban “comunicarse con los dioses”!
4 comentarios:
Muy entretenido tu relato, me ha gustado mucho encontrarme conmigo misma y con los amigos del Creatura. Un beso
¡Gracias!, me alegro de que te haya gustado. Saludos
No importa que repitas relato Ana, siempre es bueno releer cosas interesantes.
Un beso
Gracias!, un beso.
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