El cine tradicional nos tiene mal acostumbrados. Todo tiene un comienzo y un final, un orden, una lógica. El sistema de causa-efecto funciona a las mil maravillas, y sosiega al espectador, que regresa a casa tranquilo después de haberse divertido un rato y entender el argumento y la trama del filme. ¿Qué haríamos sin la paz mental del The End?
Sin pretender hacer una apología del cine diferente, mal llamado de culto, y caer en la fácil máxima de “el cine alternativo es el mejor”, planteo no sin cierta fascinación el trabajo cinematográfico que nada en la plena subjetividad, y muestra al espectador nuevos caminos, mucho más subjetivos e interpretativos. Para hacerlo, recurro a uno de los artífices de esta escuela, David Lynch. Conocido como el maestro del subconsciente, del mundo onírico y de los deseos ocultos que distorsionan una cotidianeidad apacible, Lynch lleva al extremo la experiencia fílmica. Prueba de ello es la multitud de respuestas que recibe su trabajo.
Odiado por muchos, alabado por otros, ¿En qué se basa su trabajo? Lynch rechaza el discurso narrativo convencional, y plantea la discontinuidad del espacio-tiempo. No trabaja con simples retrocesos temporales; trabaja con realidades paralelas y tiempos simultáneos. Extraño, sin duda. Su más reciente trabajo, Inland Empire (2006), es una buena muestra de su particular forma de entender el cine. En la película, es él mismo el que lleva la cámara, dotando el filme de un estilo amateur buscado, obviamente falso. Bajo una trama algo simple (una actriz acepta el papel para rodar una película maldita), desencadena un seguido de situaciones inverosímiles e inquietantes, que ponen contra las cuerdas la paciencia del espectador que busca orden y claridad y, al mismo tiempo, fascina al espectador abierto a las disyuntivas radicales y a la experiencia de adentrarnos en la mente y obsesiones de David Lynch. Por si fuera poco, la película dura 180 minutos. Sin pretensiones elitistas cabe afirmar que Lynch, para bien para mal, no es apto para todos los públicos.
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