7:20 AM

Diez minutos, 600 segundos, eso era lo que se había dormido. Se levantó sobresaltada pensando que no le daba tiempo a hacer nada de lo que tenía planeado, iba a perder el día intentando robar ese tiempo de retraso. Se puso lo primero que
encontró en el armario, un vestido de supervivencia. Y, al colocarse las medias apresuradamente, se hizo una carrera difícil de ocultar, como no podía ser de otro modo. Fue al cuarto de su bebé, lo cogió con cuidado, pero aun así el niño se despertó al notar su respiración agitada y comenzó a quejarse, quejido que en un momento se convirtió en llanto desconsolado. En aquel estado no podía meterle en el coche para llevarlo a casa de su madre y tuvo que darle el biberón para que se calmara, tarea que le llevaría aproximadamente siete minutos. Estaba al borde del colapso, su vecina, con la que nunca se cruzaba porque siempre salía antes que ella, la vio tan apurada que se ofreció a ayudarla a meter el niño en el coche. Ella se lo agradeció muchísimo pero se arrepintió enseguida al darse cuenta del constipado tan enorme tenía la pobre mujer, seguro que se lo pegaba a la criatura. Llego a casa de su madre tras conseguir recuperar cinco minutos en una loca carrera por las calles de la ciudad y otros tres llamando a su madre desde el coche para que bajase a por su nieto al portal. Ya sólo le quedaba nueve míseros minutos. Perdió toda esperanza de enderezar el desastre cuando,, al llegar a la autovía el atasco era monumental, algo que ella siempre evitaba porque salía pronto de casa. Llegó una hora tarde al trabajo y salió a las cuatro en lugar de a las tres porque su jefe no sabía de problemas personales. Cuando fue a por el niño se lo encontró lloroso y con fiebre, apenas había comido y por más que lo acunó no consiguió que durmiera ni una hora de siesta ni diez minutos ni siete. El planning que tenía para aquella tarde se vio frustrado por completo entre llevar al médico y calmar el malestar de su pequeño no sacó ni un segundo para las tareas que tenía pensadas. A las diez de la noche consiguió dormir al bebé, deseosa de sacar un hueco para, al menos, ducharse. Pero los elementos estaban en su contra y le llamó su marido que estaba de viaje y no podría contactar con ella hasta dos días después. Cómo iba a colgarle. A las once de la noche eligió ducha en lugar de cena y a las once y cuarenta minutos estaba en la cama feliz porque su día de pesadilla había terminado. Se quedó dormida al instante cuando, de repente, sonó el teléfono móvil, se despertó desorientada “mierda, me he vuelto a dormir” pensó. Miró el teléfono con pánico porque era el número de su madre, seguro que la llamaba para avisarla. Y era para avisarla, sí, de que el niño le había pegado el catarro, había pasado una noche espantosa, estaba con una fiebre altísima y no iba a poder cuidar de nadie ese día. Eran las 7:10 de la mañana, diez minutos antes de la hora a la que ella acostumbraba a levantarse. Y temprano para avisar a la empresa de que tenía que cogerse un día de asuntos propios. Se levantó sonriente, su hijo había pasado buena noche y ella iba a recuperar el tiempo perdido con diez minutos de intereses.

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