El indigente caminaba por la calle con paso lento, como si todo el peso del tiempo, de la calle, del vino, le empujara hacia el suelo. El pelo se le enmarañaba díscolo en la cabeza, no tenía barba, nunca llegó a salirle, pensaba que, solo por eso, era afortunado por eso, sólo por eso. En la mano derecha una botella siempre medio vacía. El indigente caminaba por la calle sin rumbo, con la mirada perdida en el vacío de un horizonte inexistente. Algo hizo que sus ojos enfocaran la imagen, que se detuvieran en aquel hombre.
Un banquero caminaba por la calle con paso resuelto, como impulsado por la energía de las responsabilidades, de los negocios, del dinero. Una fuerza que le arrastraba hacia delante. El pelo perfectamente domado con gel, la barba perfectamente afeitada, siempre se había sentido desgraciado al coger la cuchilla cada mañana, sintiendo que cada corte le robaba un poco de libertad. En la mano derecha un maletín siempre lleno. El hombre caminaba por la calle seguro, con la mirada fija en su hipotético destino. Cuando de pronto se interpuso ante él un indigente.
Ambos se detuvieron en seco, observándose de abajo a arriba, midiendo cada detalle, cada matiz del otro. La respiración, detenida en el pecho. El banquero comenzó a tocar el rostro al indigente con curiosidad, los ojos, la boca, la nariz; mientras el indigente recorría la suya incrédulo. El banquero sacó un peine del bolsillo de la chaqueta y con sumo cuidado fue desenmarañando el cabello del indigente que con el mismo cuidado le iba despeinando a él, liberándolo de la tiranía del gel. Después el indigente se quitó el abrigo raído, el jersey ajado, los pantalones rotos, los zapatos ímprobos mientras el banquero se deshacía de su traje italiano, la corbata de seda, la camisa hecha a medida, los zapatos de piel impecables. Se encontraron frente a frente únicamente provitos con la ropa interior blanca e impersonal. Estaban en tablas.
El banquero, poco a poco, fue vistiéndose con la otra ropa, la que no le pertenecía. El indigente lo observó hasta que hubo terminado, instante en el cual él hizo lo mismo, vestirse con ropa ajena. Cuando terminó se agachó y cogió el maletín lleno, el banquero cogió la botella medio vacía.
Indigente-banquero, banquero-indigente, se miraron satisfechos, la misma cara, exactamente la misma, ya ninguno sabía quién era quién. Se miraron de nuevo, volvieron a tocarse el rostro con curiosidad. Cada uno continuó su camino.
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