EL HOMBRE QUE UNA VEZ LEYÓ UN LIBRO

Había una vez un hombre que vivía solo en su casa. Como el resto de los hombres nuestro hombre se dedicaba a ver fútbol, escuchar canciones ruidosas, buscar sexo y esas otras cosas que hacen los hombres y que vosotros que sois más listos que yo ya sabéis.
De vez en cuando nuestro hombre leía un periódico. No uno de verdad sino uno de esos que sólo hablan de amor y sentimientos: un periódico deportivo. Cogía el Marca y se podía estar con él toda la mañana, mirando las fotos de Raúl González Blanco (El que nunca hace nada), mirando las fotos de Guti o mirando otras fotos amorosas. A veces incluso leía los artículos de opinión y hasta las crónicas de los partidos.
Sucedió que un día nuestro hombre, que ya es hora de que lo sepáis era alto y feo como un edificio moderno, estaba aburrido sin saber qué hacer. Se había ido la luz y no le funcionaba la tele, ni el ordenador ni otros proporcionadores de porno. Las revistas de mujeres desnudas se las había regalado a la Iglesia para los pobres que también necesitan aliviar su situación. Se puso nuestro hombre a buscar cosas que hacer: rellenó treinta y tres crucigramas (copiando siempre las soluciones), miró todos los cuadros que tenía en casa (tres) y todas las
fotos (quince) y al final muerto del aburrimiento se puso a buscar entre las cosas que tenía de una novia o similar (con similar digo que tal vez no fuera una novia novia sino una novia novio) que se fue un día a comprar tabaco y no volvió. Entre esas cosas encontró nuestro buen hombre un libro. Sólo uno. Al principio lo abrió sólo para mirar las fotos, que eran bastantes, pero luego empezó a leerlo y a leerlo y a leerlo. Sin darse cuenta habían pasado tres horas, había vuelto la luz y había leído diez páginas. El libro aquel le estaba encantando a nuestro hombre. No entendía mucho de lo que decía porque parecía estar escrito a mala leche, para que no se entendiera bien a la primera y hubiera que comprarlo otra vez para volver a leerlo y ver si te enterabas de lo que pasaba de verdad. El libro estaba escrito por un tal Antonio Gala y trataba de una mujer que se enamora y lo deja todo por amor. Nuestro hombre deseaba ser ese hombre fuerte y duro por el que la mujer deja todo lo que conoce. Pero él no era de esos hombres en la vida real. En la otra sí, en la de los libros, y así se fue aficionando a leer. Tres meses más tarde ya había comprado una estantería que ocupaba gran parte de lo que ahora él llamaba su despacho. Antes era el cuarto del perro que ahora dormía donde podía. La estantería era grande y parecía aún más grande con los cuatro libros que había en ella.
Tres de esos libros esperaban a que terminara el primero que había empezado. Cuando le cogió el ritmo era capaz de leer veinte páginas en un día, un libro en mes y medio. Así leía y leía y leía. Fue aprendiendo cosas. En África la gente era negra porque los negros eran más simpáticos y así podían bailar toda la noche sin cansarse. Por eso ganaban siempre las olimpiadas. También aprendió que las mujeres siempre quieren que les regalen flores y que les toquen con delicadeza los tobillos. Llegó un punto en el que había leído ya veinte libros. Estaba hecho todo un experto. Iba a la librería – papelería del barrio y se pasaba allí cuartos de hora enteros eligiendo su posible nueva victima. Así le gustaba llamar a él a los libros que leía. En la papelería había una dependienta muy guapa que media metro ochenta y tenía unas manos gigantescas. Ella se enamoró de él. Pero él estaba a otras cosas. Lo que él quería más que ninguna otra cosa era leer. Pero las insinuaciones de la papelera le llevaron a fijarse en otra cosa. En la papelería vendían bolígrafos y cuadernos. Él podía comprar uno y empezar a escribir. Sólo tenía que contar cosas como las contaban los otros que tampoco eran tan buenos. Bueno algunos sí, pero los otros eran malísimos y no tenían ni idea de cómo se debe de verdad escribir. Compró el cuaderno y un boli bic y se puso a escribir febrilmente. A los cuatro meses ya tenía tres novelas y
un volumen de cuentos preparados para ser publicados. Lo que no entendía era por qué las editoriales se los devolvían siempre. Su afición a la lectura y a la escritura le llevó a descubrir las bibliotecas. Pero no le gustaban porque estaban llenas de bibliotecarios que decían muchas cosas sobre autores que él sabía de buena tinta que eran unos mamarrachos. Así que seguía con su librería – papelería y su cuaderno y su boli bic. A veces se iba al parque a leer o a escribir. Le relajaba. Allí se le acercaba gente y le preguntaba qué leía o qué escribía. Él contestaba dependiendo de si preguntaba una mujer o un hombre. A los hombres les despedía con cajas destempladas o templadas no sabemos muy bien cómo usaba él las cajas. A las mujeres trataba de impresionarlas con su erudición. Pero sólo conseguía eso. No conseguía llevárselas a la cama. Como todo está relacionado empezó a leer revistas literarias. Aunque en ellas solían escribir filólogos. Los filólogos son tipos siniestros que viven de lo que escriben los demás porque ellos no saben escribir. Unos fracasados. Enviaba cartas a esas revistas y siempre recibía buenas repuestas. Se fue creciendo. Le publicaron algunas cartas. Y fue tan feliz que, como a Remedios la Bella, un día el viento se lo llevó.

A Juan Pablo, José, Leandro y Juan Ignacio.

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