En lo único que podía pensar mientras subía esa escalera era que gracias a Dios sólo eran dos pisos. Menos mal. Sólo dos pisos. Me lo repetía todo el rato. Dos pisos. Dos pisos. Porque si fueran más, si fueran más pisos, llegaría cansado, llegaría sin resuello, llegaría boqueando y no podría hablar y mucho menos podría hacer lo que yo quería hacer. Lo que quería hacer, ¡qué bonito era lo que quería hacer! Lo había visto en todas las películas. Era el momento final. Aunque siempre he pensado ¿qué pasa después? ¿qué hay después de esa imagen, de ese fotograma, de ese segundo, de ese... sí, de ese beso? Porque a lo que yo iba a ese segundo piso era a dar un beso. Por eso pensaba en que si llega a ser en un cuarto, o incluso en un tercero mi plan fracasaría sin remedio, porque llegaría sin aire y no podría hablar, ni dar ese beso, sólo podría echar el bofe, recuperar el aire y, ¿cómo iba a dar un beso así? Así que era una suerte que ella viviera en un segundo piso. Una verdadera suerte. Eso y salir a correr una vez a la semana. Eso me permitía subir esos escalones sin problemas, llegar arriba, decir hola, o no, no decir ni hola, cogerla de los hombros, acercarla y fundido en negro, que suba la música, ese era el momento, ese era el final de la película. A partir de ahí todo habría de ser intuido. Todo se sabía. Perdices y felices. Ella y yo.
Así que subí los dos pisos y no tuve que llamar al timbre. Y eso era malo por un lado y bueno por otro. Porque en mi cabeza la imaginaba abriendo la puerta y yo entrando decidido y adelante, apunta, acércate y cierra los ojos. Así que esa parte no se cumplía. Pero era bueno, porque ella me estaba esperando en el umbral y me hablaba desde la puerta. No tuve que reunir el aire, porque no me faltaba, entré. Ella cerró la puerta. Los vecinos no nos verían. Eso estaba bien. No hacía falta público. Aunque una parte de mí quería que nos aplaudieran al final. Ella hablaba, ¿por qué hablaba? Eso no tenía que pasar, repasé mi fantasía, no, no pasaba eso en mi fantasía. Pero daba igual. Ella hablaba. Le pregunté algo. Ella dijo sí. Sí. Pero me dio igual, la aparté a un lado. Y la música subió. Beso. Acerté y todo en el punto indicado (tuve miedo durante un rato de besarla en un hombro o algo peor). Iba a subir la música cuando, No. No. No. Eso lo decía ella. Soy pesimista, así que me había imaginado este escenario. No pasa nada. No nos va a salir bien a la primera. Siempre se fracasa en el primer intento. Mira los hermanos Wright. Se dieron muchas hostias hasta poder volar. Oía un sonido, pero dado el poco éxito de mi operación, o dado que esa operación ya había terminado, decidí marcharme. Pero ella no me dejó. Me llevó a la cocina y me sentó en una silla. El sonido que oía era ella. No dejaba de hablar todo el rato. Hablaba y hablaba. A mí me gustaba oírla hablar. De cualquier cosa. Incluso no oírla hablar. A veces sólo me llamaba para bostezar. O para otros ruidos inarticulados. Recuerdo que a veces me hablaba de su pez de colores y que me encantaba que me hablara de ese pez. Hasta me encantaba ese pez. Dejé de comer pescado por ese pez. Me gustaba oírla hablar. Y no era por el sonido de su voz. Era por lo que decía. Decía muchas cosas y algunas me parecían muy interesantes. No sé si lo eran. Pero a mí me lo parecían. Toda la vida que me contó, falsa o no, nunca lo supe, me parecía muy interesante. Pero ahora no hablaba de su vida ni de su pez de colores. Ahora hablaba de lo que había pasado. Yo no le daba importancia. Y decía lo que tenía que decir: el otro día me quedé con las ganas de hacerlo. Y he venido hoy y lo he hecho. Si te he molestado, lo siento. Pero tenía tantas ganas de hacerlo que no he podido pasar sin hacerlo. Esta mañana iba a trabajar y lo iba pensando y casi tengo un accidente con el coche porque me lo imaginado y he cerrado por un momento los ojos para disfrutar de ese beso. Esto no se lo conté, pero lo pensé. Lo pensé. Era ella la que seguía hablando. Me hablaba de muchas cosas. De que era un valiente (me vi a mí mismo lanzándome contra un batallón entero sólo con mi espada desnuda), que nadie nunca había hecho eso por ella. Que ella no sería capaz de hacerlo. Yo sonreí. Creo que sonreí. Estaba sentado en la cocina, mirándola y oyéndola, pero poco. Miraba más sus labios y me preguntaba si realmente lo había hecho. Ella seguía hablando, buscando excusas: No. No. No debiste hacerlo, mira en qué situación estoy, en que situación estás tú. Me dieron ganas de decirle que no me importaba ni su situación ni la mía. Y entonces dijo que cómo se me ocurría hacerlo cuando ella tenía la boca llena de croquetas. No sé por qué lo dijo. Y tantas veces. Ni por qué se quejaba. Si total no había habido beso. No beso, beso. Qué más daba lo que hubiera en su boca. No percibí el sabor a croqueta. Apenas una pizca. El de las croquetas es desde entonces el sabor de la derrota. Por eso las he dejado. Por eso y porque tienen la manía de servirlas ardiendo por dentro y frías por fuera y al final siempre me abraso el paladar. Debería hablar del día siguiente, pero no vamos a volver a enfadarnos.
Para todas las croquetas, menos las de mi madre
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