El aroma a casa de la abuela le cogió por sorpresa, ese olor a madera vieja y bizcochos que había relegado al olvido. No quiso que ese recuerdo se le perdiera como otros tantos, quiso regodearse por un momento en la nostalgia, en ese pedazo de ayer que era el único que le merecía la pena salvar.
Ella lo había criado agasajándolo como sólo una abuela puede hacerlo y con toda la disciplina y mano dura que un niño puede necesitar. Lo mejor de vivir en casa de la abuela era que siempre había un gesto de cariño, un detalle que hacía que sintieras que eras lo más importante. Hubiera podido vivir allí toda la vida. Le llevaron al pueblo por una recomendación médica, tenía serios problemas respiratorios y necesitaba aire más sano y limpio. Sus padres lo dejaron entre llantos y súplicas y entre llantos y súplicas volvieron a llevárselo tres años después cuando su salud había mejorado tanto que ya no necesitaba el ambiente campestre. Jamás consiguió recuperarse de aquello. Cada vez que regresaba de visita era como si volviera a su autentico hogar, aunque apenas fuera una vez al año. El bebía de aquellos días acumulando energía para soportar el resto del año. Sus padres no eran malas personas, eso tenía que reconocerlo, pero el ser afectuosos no era una de sus virtudes. Con el tiempo, las visitas al pueblo se fueron distanciando, sus padres cada vez encontraron menos tiempo y él fue perdiendo poco a poco su respiradero.
La noche que sonó el teléfono a las dos de la madrugada el pensó que se habían equivocado, se dio la vuelta y siguió durmiendo, hasta que su padre encendió la luz de la habitación y les dijo a todos que se vistieran que tenían que irse al pueblo. Lo adivinó por el rostro de su padre, por la premura de su madre. Aunque nadie pronunció las palabras el supo que no volvería a ver a su abuela. Un abismo se abrió en su pechó, una herida que nunca cerró del todo.
El tiempo pasó y fue recuperándose, olvidando. Pero aquella tarde el olor de casa de la abuela lo pilló por sorpresa en aquella casa, la décima que visitaba aquel día, sólo quería terminar de tasarla, mandar el informe y llegar a tiempo a la suya propia. Cuando conseguía volver del trabajo sus hijos ya estaban acostados, se acercaba a ellos a hurtadillas en mitad de la oscuridad para robarles un beso en sus inocentes sueños, un beso que ellos no recordarían al despertar. El era para ellos, únicamente, una promesa de disciplina, una amenaza, apenas una imagen virtual. Los fines de semana ellos tenían mil y una actividades en las que él no participaba, pues dedicaba aquellas horas de silencio en su casa a seguir trabajando, siempre trabajando por y para ellos, lo que más le importaba en el mundo.
El olor fue adueñándose de cada poro de su piel, de cada resquicio de su mente, inundándolo de niñez, de ternura, de amor. Pidió disculpas a la señora de la casa sonriendo y se marchó. No perdonaría más una cena, una comida, un cuento nocturno, un fin de semana, no perdonaría un minuto. Desde aquella tarde todos sus esfuerzos los dedicaría a una sola cosa: a que sus hijos un día recordaran que su casa olía a madera vieja y a bizcochos.
Ella lo había criado agasajándolo como sólo una abuela puede hacerlo y con toda la disciplina y mano dura que un niño puede necesitar. Lo mejor de vivir en casa de la abuela era que siempre había un gesto de cariño, un detalle que hacía que sintieras que eras lo más importante. Hubiera podido vivir allí toda la vida. Le llevaron al pueblo por una recomendación médica, tenía serios problemas respiratorios y necesitaba aire más sano y limpio. Sus padres lo dejaron entre llantos y súplicas y entre llantos y súplicas volvieron a llevárselo tres años después cuando su salud había mejorado tanto que ya no necesitaba el ambiente campestre. Jamás consiguió recuperarse de aquello. Cada vez que regresaba de visita era como si volviera a su autentico hogar, aunque apenas fuera una vez al año. El bebía de aquellos días acumulando energía para soportar el resto del año. Sus padres no eran malas personas, eso tenía que reconocerlo, pero el ser afectuosos no era una de sus virtudes. Con el tiempo, las visitas al pueblo se fueron distanciando, sus padres cada vez encontraron menos tiempo y él fue perdiendo poco a poco su respiradero.
La noche que sonó el teléfono a las dos de la madrugada el pensó que se habían equivocado, se dio la vuelta y siguió durmiendo, hasta que su padre encendió la luz de la habitación y les dijo a todos que se vistieran que tenían que irse al pueblo. Lo adivinó por el rostro de su padre, por la premura de su madre. Aunque nadie pronunció las palabras el supo que no volvería a ver a su abuela. Un abismo se abrió en su pechó, una herida que nunca cerró del todo.
El tiempo pasó y fue recuperándose, olvidando. Pero aquella tarde el olor de casa de la abuela lo pilló por sorpresa en aquella casa, la décima que visitaba aquel día, sólo quería terminar de tasarla, mandar el informe y llegar a tiempo a la suya propia. Cuando conseguía volver del trabajo sus hijos ya estaban acostados, se acercaba a ellos a hurtadillas en mitad de la oscuridad para robarles un beso en sus inocentes sueños, un beso que ellos no recordarían al despertar. El era para ellos, únicamente, una promesa de disciplina, una amenaza, apenas una imagen virtual. Los fines de semana ellos tenían mil y una actividades en las que él no participaba, pues dedicaba aquellas horas de silencio en su casa a seguir trabajando, siempre trabajando por y para ellos, lo que más le importaba en el mundo.
El olor fue adueñándose de cada poro de su piel, de cada resquicio de su mente, inundándolo de niñez, de ternura, de amor. Pidió disculpas a la señora de la casa sonriendo y se marchó. No perdonaría más una cena, una comida, un cuento nocturno, un fin de semana, no perdonaría un minuto. Desde aquella tarde todos sus esfuerzos los dedicaría a una sola cosa: a que sus hijos un día recordaran que su casa olía a madera vieja y a bizcochos.
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