MI ESQUINITA FAVORITA

Tengo tres cosas que contarte. De tres lugares. No quiero que nadie se entere. Te lo digo a ti. Ciego de ti. Iluminado. Lleno de ti. Absurdo y tonto. Como siempre contigo. Por ti. Trato de contarte estas cosas. Trato de decírtelo todo. Trato de decir todo eso. Trato de gritarte ahora que ya estoy aquí. No quiero que nadie me vea contarte. Que nadie me vea como ahora, ciego de ti. Iluminado. Lleno de ti. Sincero por fin. No quiero que nadie más se entere. Ven conmigo. Perdóname. Fue en tres esquinas.

La primera de todas. No lo cuento nunca. Es una de esas cosas que no quiero contar, que no quiero que tú oigas. Que no quiero que tú sepas de mí. Tú que pese a todo me quieres. O que sólo me quieres. Ella también me quiso. El tiempo neesario y justo, el tiempo que le pagué. De sobra sabes que eres la primera. Pero en eso no. Se llamaba Nicole. Muchas veces me la cruzaba cuando iba a casa. Entonces yo ya pensaba en ti. Y quería ser noble. Y bueno. Pero nunca he podido serlo. No tanto como yo hubiera querido. Nicole siempre me hablaba, me llamaba. Tenía un acento bonito. Extranjero. Dulce. Como palabras remojadas en azúcar. En caramelo. Así fueron también sus caricias. No me dejó besarla. No sé si lo sabes, pero casi todas dejan que las beses. Pero Nicole no. Y no era porque no se pagara lo suficiente. Era porque a ella no le gustaban los besos. Ni los de sus hombres de verdad. Eso me dijo. Así que no la besé. Era una esquina oscura. Pasaba por ella todos los días. Y ella me llamaba desde allí. Y un día la ví. Todos los días la miraba. Pero un día la ví. Parada en la esquina oscura y fea y un poco sucia. Y un poco sucio yo también. Y me paré. Y dije, tartamudeando, muerto de frío porque era invierno, dije, “no sé cómo funciona” y ella me dijo “ven” y me fui con ella. No te contaré nada más. No tienes que saber nada más. No sé si me gustó. Le pagué de más.

La segunda se llamaba Mónica, aunque usaba otro nombre. Pero para mí siempre fue Mónica. Su esquina era limpia. Detrás de la Iglesia. Junto a una reja. Junto a una farola. Pequeña. Habladora. Dispuesta. Ella sí me besó. Fue la primera que me besó y que me dijo amor mío. Sí, amor mío. Eso me decía. No quería diferencias con otra mujer cualquiera. Eso me decía. Si las cosas no fueran como son, si yo no necesitara el dinero. Siempre me lo decía. Y me besaba siempre que pasaba por la esquina, aunque fueran dos segundos porque me pillaba de paso. Yo me paraba y la daba conversación. Y me besaba en los labios, despacio y me mordía un poco los labios. Alguna vez, lamento confesarlo, iba a casa y me echaba el más potente colutorio, el que tuviera más alcohol. Quería más borrar el pecado que el sabor. La culpa. Estaba detrás de la Iglesia y decía, Dios mío, Dios mío. Y cuando se desnudó la primera vez yo también lo dije, me acordé de Dios, de lo sagrado, al ver su cuerpo. Su desnudez rotunda y para mí. Para cualquiera que pudiera pagarla.

Y por último te quiero contar de Ana. Era joven y guapa. Demasiado. Su esquina como ella era transparente. Diafana. Elemental. Y me decía, no te preocupes, a mí me encanta. Y también, me decía que era bueno. Muy bueno. Que era demasiado bueno, que tenía que ser malo. En la cama miraba como se aflojaba el preservativo en mi sexo, después del sexo. Y seguía hablando. Y me decía que por qué no me buscaba una novia. No quiero una novia. Tampoco la quise a ella. Siempre te quise a ti. Y en ellas a lo que tenían de ti. Eso de ti que nunca pude alcanzar. En las esquinas estaban. Me esperaban. Me querían. Mientras, yo paseaba la tuya.

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