LA RUTA DE SCHIELE







Hace seis años pinté un paisaje interpretando la fotografía que aparecía en un recorte de periódico. Representaba un pequeño pueblo que parecía frío y algo deshabitado, posiblemente en estación invernal por la neblina que todo envolvía y el humo de las chimeneas. Un río de agua negra y corriente impetuosa rodeaba con sus curvas la multitud de casitas de colores apretadas unas contra otras de manera que sólo dejaban ver sus poligonales y acentuados tejados. Un estrecho puente cruzaba el río hacia la orilla izquierda, donde dos altas torres de puntas en forma de bulbo dominaban el perfil del pueblo quedando por encima del horizonte delineado por la oscuridad de un bosque cercano.
La escena me recordaba mucho a los paisajes del expresionista austriaco Egon Schiele (habitual ya en las páginas de esta sección), pero el nombre de esta villa checa, Ceský Krumlov, no era el mismo que ponía en sus cuadros: ‘Krumau’. El año pasado descubrí que efectivamente se trataba del mismo lugar, sólo que había cambiado de nombre desde el primer gobierno checoslovaco en 1920.
Enseguida me decidí a viajar al lugar, a encontrarme dentro de los paisajes de Schiele y a conocer su obra en los museos que hay en estas tierras (*). Sí, es evidente que soy admirador de la obra de este artista, por eso incluí en el trayecto otros destinos donde el pintor también vivió y trabajó: Viena y Tulln.
Llegué a la capital austriaca el pasado 19 de abril y en contra del pronóstico, hacía bastante calor, pero no tardó en ponerse a chaparrear. Crucé los jardines del Belvedere, entré en el palacio de la Österreichische Galerie, pasé por delante del famoso ‘Beso’ de Klimt y me detuve ante los cuadros que de Schiele había. Primer contacto, que paso de detallar para no aburrir al personal y no agotar el espacio de estas páginas con descripciones pictóricas.
No quería empacharme de pintura en las otras plantas de la Galería, pero sí de cervecitas, también muy celebradas en la zona. Al lado del hotel estaba el Salm Bräu, muy recomendable por sus cervezas de elaboración propia. En un banco corrido me senté a cenar con unos alemanes a un lado y unos rusos al otro. Yo, ‘ni papa’ del idioma, pero los brindis y los gestos de “joder, cómo te vas a poner” eran comprensibles ante las jarrazas, el ‘schnitzel’ (típico filete empanado) y las salchichas vienesas con goulasch.
Al día siguiente el pronóstico es de nuevo erróneo y hace un sol del copón. Tenía programado visitar Tulln, pueblo natal de Schiele, a una hora en tren desde Viena. Todo el trayecto bordeando el majestuoso Danubio hasta llegar a la misma estación en que el pintor nació, vivió y dibujó sus primeros trenes (su padre fue allí jefe ferroviario y una placa conmemorativa cerca de las vías recuerda al joven artista y su familia). Atravieso un inmenso parque y me adentro en este tranquilo pueblo repleto de flores por todas partes, buscando el Egon Schiele Museum, situado al borde del Danubio y con una estatua del pintor en la puerta, mirando al río poblado de cisnes y algún que otro barco. Cruzo la reja, que representa la reticulada firma de Schiele, y entro en el modesto museo. En sus salas se reproducen las celdas de la prisión en que estuvo el pintor tras el escándalo del caso Neulengbach (ver nº18), y cuelgan pinturas de su época más temprana y dibujos académicos.
De regreso a Viena me da tiempo visitar la Galería Albertina, donde no me permiten ver la colección permanente de dibujos de Schiele, así que echo un vistazo al resto y me voy a tomar una birrita en el Café Hawelka (…hoy no me voy a centrar en cuestiones pictóricas…) donde al parecer los dueños ofrecen comida y bebida a jóvenes artistas a cambio de su obra.
A la mañana siguiente, si se le puede llamar mañana a las 4:30 a.m., cojo un tren que me lleva al vecino país de la República Checa para visitar durante un par de días el motivo central de este viaje: Ceský Krumlov, pueblo originario de la madre del artista, y donde en 1911 Schiele alquiló un estudio junto a su modelo y compañera Wally Neuzil, no agradando mucho su estancia allí a los vecinos por su estilo de vida.
Un trayecto algo lioso por los múltiples trasbordos y el mal entendimiento con el revisor (lo único que sé de checo es ‘pivo’), pero la odisea mereció la pena. El paisaje era cada vez más oscuro, el bosque y la niebla más espesos, y el clima más húmedo y frío.
En Ceské Budejovice hay que cambiar de tren. Esta es la capital de Bohemia del Sur, donde se elabora la cerveza Budweiser. Sí, sí: Budweiser. Esta planta cervecera está en continua disputa con la marca americana que tiene el mismo nombre, por lo que, dependiendo del país, debe a veces comercializarse con seudónimo.
C. Krumlov está cerca de C. Budejovice, pero nuevamente la travesía se hace eterna. Un ferroviario me da voces en checo y supongo que son órdenes de entrar en cierto tren si me dirijo a Krumlov, si se le puede llamar tren a dos destartalados y añejos vagones.
Me adentro cada vez más en la densa Selva de Bohemia, y por las ventanillas podía ver viejas caravanas en medio del bosque y casetitas de madera carcomida que hacen de estación. De nuevo un revisor dice algo a voces a los escasos pasajeros. Ni idea de lo que ha advertido, pero a los cinco minutos nos hacen bajar del vagón y continuar el trayecto en un deteriorado autobús con una chapa de cada color. Empiezo a dudar de haberme metido en el tren correcto y para colmo no tenía ni un euro cambiado en coronas. A toda velocidad el autobús continúa montaña arriba a través de bosques y valles hasta que finalmente, y tras atropellar a un ciervo, veo un letrero en que pone: Ceský Krumlov.
Por fin me encuentro recorriendo las callejuelas de este pueblo medieval protegido de la Unesco, reconociendo en cada perspectiva los paisajes de los cuadros de Schiele, vigilados por las torres de su castillo y la iglesia Jodokus, y abrazados por el negro río Moldava. Me vi metido en aquel primer recorte de periódico y en mi propio lienzo. Tan sólo los negocios turísticos y tiendas de cristal de Bohemia hacían diferir la imagen de aquellas frías calles de la fotografía. No esperaba este relativo turismo, pero el pueblo me encantó de igual modo.
Pude conocer el Egon Schiele Art Centrum, situado en una antigua cervecería ahora reconvertida en un sobresaliente centro de exposiciones en que, a parte de algunas obras de Schiele, se muestran obras de otros artistas actuales. Este centro cuenta también con Ateliéry Studios, otro edificio a orillas del Moldava en que ofrecen residencia y taller a nuevos artistas de todo el mundo, lo que dota al pueblo de un interesante movimiento artístico y vida cultural.
El tiempo hizo concesiones y apenas llovió, pero si lo hacía, podía entrar en alguna vieja taberna a saborear una reposada jarra de Pilsner Urquell, otra de las tremendas cervezas checas (Al cambio, el precio de una jarra de ½ l. era aproximadamente de unos 80 céntimos. Ya veremos cuando el euro entre allí en circulación…).
Es imprescindible la escalada a lo más alto de la torre del castillo, desde donde se comprenden las panorámicas del pueblo a vista de pájaro de los cuadros de Schiele. En otra de las zonas del castillo, al cruzar el puente de la capa, me encontré con la misma imagen que pinté años atrás, con la misma luminosidad y la misma atmósfera con que aparecía en el recorte de periódico. Curiosamente, mi visita a Krumlov termina con esta imagen del mismo lugar que desconocía hace seis años.
El regreso a Viena fue de unas cinco o seis horas de tren con tormenta eléctrica. Al llegar apenas pude salir del hotel. Menos mal que el Salm Bräu quedaba cerca…
El último día, antes de coger el avión a Madrid, hice la más densa de las visitas al Museo Leopold de Viena, donde varias salas están dedicadas a la obra madura de Schiele entre la que destacan muchos de los paisajes de Krumau que hasta ahora sólo había podido apreciar en libros y láminas.



(*) En Madrid se encuentra uno de estos paisajes en el Centro Reina Sofía.

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