Impresiones y paisajes.
La Tos de Perico.
De entre los muchos recuerdos infantiles que se vienen a la cabeza durante el verano uno de los más fuertes son las larguísimas y divertidísimas etapas de chapas. En ellas, como en la vida real, Perico era el rey absoluto. Recuerdo volver corriendo a casa para ver el final de las etapas del Tour o de la vuelta antes de volver a bajar para terminar nuestra etapa. Y era sólo por ver a Perico. No para ver a Perico ganar (Perico no era Armstrong ni Induráin, Perico era falible). Y recuerdo ver a Perico ganar y vestido de amarillo y perder y quedarse y olvidar llegar a la contrarreloj. Pero el recuerdo que está más profundamente grabado en mi memoria es la tos de Perico. Muy delgado y sucio, Perico parecía un enfermo, y su tos en los micrófonos de la televisión era imparable. Era el héroe más frágil del mundo. Pero del que se sentía más orgullo, porque incluso enfermo era capaz de acabar con los franceses y los irlandeses y los belgas gigantes. Porque Perico parecía siempre enfermo con sus costillas marcadas y los diversos colores de su cuerpo y la tos, siempre la tos al terminar la etapa, fuera el último o el primero. Con los años su recuerdo ha ido variando: su imagen más gruesa, sus bromas en la tele con Pedro González (otro recuerdo viene ahora a la mente, los gritos de Pedro González cuando Freire ganó su primer mundial, llegando solo a la meta de Verona) o con Carlos de Andrés, y ya sin tos. Y el recuerdo de Perico es el del ciclismo, el más hermoso de todos los deportes, porque es el que más se parece a nosotros: siempre queriendo mejorar, siempre con el deseo de crecer y ser buenos y felices, pero con ese arranque de insatisfacción, de autodestrucción total y final.
Cuando un día alguien escriba la historia del ciclismo español dirá (aunque seguramente los jóvenes me quiten la razón): “No hubo nadie más grande que Induráin, sólo Induráin fue más grande que Freire, a nadie quiso la gente como a Perico”.
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