LO QUE EL OJO SI VE

VIAJE AL REINO DE LOS CIELOS

Aquella mañana Marina subió al autobús acompañada del sopor propio de las primeras horas de la mañana, aquel día más plomizo aun porque la primavera le había cogido por sorpresa y la alergia apenas le dejaba abrir los ojos. Se sentó en su sitio de siempre después de saludar a Luis, el conductor, con un gruñido. Conectó el MP3 dispuesta a dormir hasta su parada cuando se le congeló el aire en él pechó, se le abrieron los ojos y se le fue el sopor de un plumazo. Una visión, un dios griego nunca visto, estaba subiendo a su autobús. Estaba sufriendo una alucinación por efecto de los antihistamínicos seguro, notó como se sonrojaba, como el corazón cobraba vida propia, efecto que no le solía causar su medicación. Tenía que ser real, a pesar de que esa perfección no era de este mundo. Marina se perdió en la sugerencia de esos músculos insinuantes, en esos ojos profundos como simas, se imaginó el tacto de esa piel dura, áspera, sus hombros fuertes, firmes que prometían más firmezas.
Se dio cuenta con horror de que estaba salivando en exceso y tenía la boca demasiado abierta, la cerró de inmediato y por un momento regresó al mundo real. En ese instante, Marina vio con alivio que el dios estaba abriendo una bolsa de tela que llevaba, y no podía haberla visto en aquel estado babeante y lamentable. Por el hueco de la bolsa asomó la cabecita de un gato blanco. Las manos grandes del Dios comenzaron a acariciar al animal desde la cabeza hasta el final del lomo, una caricia larga, lenta, el gato entrecerraba los ojos y ronroneaba. Marina se imaginó aquellas manos acariciando sus piernas, igual, desde el principio hasta el húmedo final y comenzó a ronronear. El no paraba de mover su mano desde fuera de la bolsa hasta el oscuro interior y Marina pensó en lo que haría aquel Dios con sus oscuridades. Estaba orgásmica, desatada. Pero él cerró la bolsa después de meter con delicadeza la cabecita del gato ronroneante, pausa que Marina agradeció para tomar un respiro. Intentó recomponerse, volver al autobús. Entonces el Dios sacó de su bolsillo algo, aquello ya era demasiado, un bollito de crema. Marina creyó morir cuando él comenzó a comerse el bollito como si le fuera la vida en ello, saboreando cada miga, recogiendo la crema con la lengua, deleitándose. Ella deseando ser bollito de crema movía la cabeza al compás de su boca, en éxtasis. El mejor viaje de su vida sin duda. Deseó no llegar nunca a su parada, prolongar aquel regalo visual. Él terminó de comer y se puso de pie súbitamente, dando la espalda a Marina que disfrutó de la otra cara del Dios, de nalgas turgentes y espaldas titánicas.
Pero no, no era posible, había pulsado el botón para bajar en la próxima parada. Marina no podía permitir que se le perdiera en la inmensidad de la ciudad. Ella esperó a que se abriera la puerta y en el último segundo salió del autobús, dispuesta a seguirlo y sabiendo que llegaría definitivamente tarde. El Dios andaba despreocupado, tranquilo, dueño de sí mismo. Marina, siempre a una distancia prudencial seguía observando sus cadencias.
Él entró en un establecimiento, una clínica veterinaria, claro, por el gato. Marina pensó que era demasiado temprano para que una clínica veterinaria estuviera abierta y rápidamente pensó en algo ingenioso que justificara su entrada. Fue con decisión a la puerta y pensó que era el momento perfecto para comprar un perro, un gato, una cobaya o lo que fuera. Así tendría algo en común con su Dios, desplegaría todos sus encantos y caería rendido a sus pies. Abrió emocionada, con toda la energía del deseo.
Y allí lo vio, lo vio todo al Dios, con el gato ronroneante en la bolsa, a brazo partido con el veterinario, que aun tardó unos segundos en separarse de esos labios que sabrían a crema.

1 comentario:

Creatura dijo...

Qué núemero bizarro más cachondón nos está quedando