...PÉTALOS DE FLOR


Cada pétalo que caía era un día menos para la vida de la flor y para la suya propia. Cada pétalo que caía quemaba con nitrógeno líquido otras preciosas veinticuatro horas; arrancaba más de mil minutos a ese maldito reloj que, cansado de crepitar monótonamente, también había comenzado a reírse de él.
En cualquier momento se desprendería la única partícula que lo ataba a una vida que llevaba ya tiempo sin serlo. En cualquier momento, la flor terminaría de desnudarse, y en ese momento cualquiera él se derrumbó inerte sobre la alfombra. Tan sólo un niño lo miró desde la ventana.
Tiempo atrás había gozado de una buena posición sociolaboral. La ferretería familiar marchaba bien y comenzaba a exponer sus propias creaciones en algunas salas más o menos conocidas de la región. No era feliz, pero él mismo había decidido cambiar su felicidad por el progreso profesional. Al fin y al cabo, cuatro polvos mal echados con la zorra de turno no lograban cubrir la necesidad de afecto, aunque la disimulasen tenuemente. Tiempo atrás, en una de esas tarde de domingo tan luminosas como solitarias en su salón, alguien llamó a la puerta en el momento exacto en que imaginaba la sonrisa de la fantástica mujer que impregnaría de más lascivia que belleza su nuevo lienzo.
Miró por la mirilla. Era un niño que no debía de superar los ocho años de edad. Al abrir, el niño se había marchado. Iba a cerrar, cuando descubrió algo que descansaba sobre el felpudo.
Una flor… la flor más rara que nunca había visto, también la más hermosa. Terriblemente hermosa.
Cuando se desprendió el primer pétalo, sintió cómo esa flor quedaba ligada a su vida, o quizás cómo se desgajaba de ella.
Alguien le había concedido la posibilidad de tomar conciencia de la fugacidad de su vida. De exprimir cada día que le quedaba. De desangrarse poco a poco. De sufrir hasta el último segundo de su no feliz vida. El hijo que nunca había tenido con la mujer de su nuevo lienzo le había regalado aquello…

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