Era muy jovencito cuando mi madre me llevó a comisaría. Mandó que me hicieran el D.N.I. Mi primer instrumento de control. Hoy hay I.P’s, teléfonos móviles, cámaras de vigilancia… Resulta que mi madre quería que cruzara la frontera con ella. Le gusta viajar; sí, ahora hace viajes de esos organizados por toda Europa. Pero antes no, cruzábamos la frontera para ir a Portugal. Estaba a unos sesenta kilómetros de casa e íbamos tranquilamente en su R-5. La ropa era mucho más barata; sobre todo porque era falsa. Era la época de los brillos del táctel, ese material ochentero tan hortera que copó todos los diseños deportivos de finales de los ochenta y principios de los noventa. Era una época donde los portugueses fronterizos se hacían de oro gracias a las hordas de españolitos nuevos ricos que avasallaban los comercios lusos cada fin de semana. Vendían toallas, sábanas y gallos maldonados… Sí, los gallos esos de colores que predicen el tiempo si los dejas en la ventana. Lo que más me molaba era la vuelta. Cruzar la frontera como un delincuente en potencia; abriendo el maletero para enseñar las toallas, las sábanas, los chándals de táctel, las riñoneras. Ahí es donde tenía que identificarme, enseñar el D.N.I. Primero a la Guardinha y luego a la Benemérita. Cruzar los Arribes del Duero en busca de toallas era toda una experiencia. Hoy no hay frontera, ni el mismo tipo de D.N.I, ni Guardinha recibiéndote con una Sagres en la mano. Los españoles ya no invaden masivamente los comercios portugueses cada sábado, ni los precios son tan bajos, ni tampoco hay Escudos. Nos arrancan la nostalgia a jirones, nos dan facilidades y comodidades, pero echamos de menos aquella naturalidad de la pre-globalización. Los gallos maldonados se ponen de todos los colores con el calentamiento global, las toallas y las mantas de baño siguen siendo muy baratas, pero ya no es como antes, ya ni siquiera secan.
MARIO CRESPO
MARIO CRESPO
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