DESPUÉS DE SER SIRENA

Ella mira por la ventana el confluir de los dos azules, su paraíso de agua y horizonte, mientras oye el sonido calmo de las olas acariciando las rocas. De pronto, en su vientre, un golpe sordo, apagado, casi imperceptible la saca de su ensimismamiento. Lo sospechaba desde hacía una semana pero aquella manifestación ya era inequívoca y esa certeza la inunda de felicidad y tristeza a un tiempo.

Después de aquellos meses soportando el dolor que le producía cada paso, como si miles de cuchillas gélidas se clavaran en sus pies, de aguantar la soledad que le producía el mutismo al que le había condenado la vieja bruja, de mirar a su alrededor y no ver nada de lo que había soñado que ocultarían aquellas palaciegas paredes, no podía más.

Él permanecía ajeno a todo, feliz en su castillo perfecto, rodeado de su séquito de aduladores, de sus tardes de caza, tan príncipe. Había intentado mantener ese temblor que le produjo el primer beso, ese amor encendido e infantil que hizo que renunciara a todo lo que amaba hasta entonces, sin pensar más allá. Buscaba algo en su corazón a lo que aferrarse, algo que le ayudara a seguir y que no hallaba. Aquel mínimo golpe, ese pulso repentino en su vientre, decantó al fin la balanza y la armó del valor que necesitaba. Tomó la decisión. No quería un padre de madera para su hijo, no quería un castillo lleno de sueños vacíos, ni una madre enamorada de un ayer construido con quimeras.

En dos años no había faltado ningún día a su cita en la costa, al atardecer, poco antes de que el sol rozara el agua y el mar se volviera ámbar. Por un segundo, le parecía oír cantar a sus hermanas para ella, esas canciones que llenaban su vida de perlas y espuma. Por un instante, cada día volvía a ser sirena. Aquella tarde pese al miedo, a las dudas, y al fantasma

de la vieja bruja, sumergió sus piernas en el mar, lentamente, mientras acariciaba su vientre ligeramente abultado y lloró en silencio acariciando las olas. No tenía voz, pero sabía que aquellas lágrimas en el agua serían suficientes para llamar la atención de su padre. Miraba su vientre esperando. Él no tenía la culpa, se merecía conocer el balanceo calmo de las ramas en los bosques de coral, la quietud del agua en las noches de luna nueva, el brillo del nácar virgen, el canto de los delfines al amanecer, el latido de la vida en las profundidades. Ella quería que él también tuviera la oportunidad de elegir. Sabía que su padre no la perdonaría ni le concedería la gracia de volver al mar, a ella no, pero a la vida que latía en su interior no podría negárselo, era su única esperanza.

Una ráfaga de viento la cubrió, una calidez que ya no recordaba le recorrió el cuerpo y cerró los ojos. Escuchó cómo se agitaba el mar, cómo las olas subían y subían hasta que, en un segundo, el agua la envolvió por completo. Por un instante, pensó que su padre la había ignorado, que había dejado que la vieja bruja cumpliera su maldición, que la había olvidado y ahora se había convertido en espuma.

Abrió los ojos sin saber por qué aún era corpórea y sintió cómo el agua entraba en ellos. Sonrió, podía respirar y hacía tanto tiempo que no sentía el agua en su interior que lloró, esta vez de alegría. Acarició su vientre y allí estaba de nuevo, un golpe claro, fuerte. Su padre estaba allí esperando y ella supo por primera vez en su vida cuál era, había sido y siempre sería su hogar.



Noemí Benito lostulipanesvioleta.blogia.com

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