LO ULTIMO VIENE AL FINAL, POR P.S. DEL CERRO


HOY: PAJAROS EN LA CABEZA


Llevaba en el bolsillo un buen puñado de piedras. Las había seleccionado del tamaño justo, ni muy grandes ni muy pequeñas, para poder lanzarlas correctamente con mi tirachinas. Conseguí sacarlo a escondidas de casa, metido en la cintura, disimulándolo con la camiseta por fuera.
Crucé la calle, decidido, hacia el descampado de enfrente, con la idea, fija en mi cabeza, de imitar a los demás chicos. Lo tenía todo calculado , lo había visto muchas veces. Sabía como se hacía, como, muy despacio, tenía que moverme entre la hierba, sin dejar que el sonido de mis pisadas delatara mi presencia. Lentamente llegué hasta el muro y me apoyé en el, de espaldas, junto a la esquina. Miré a la izquierda. Sobre el terraplén de la vía, se extendía una hilera de viejos árboles que adornaban la antigua estación. El sol se estaba poniendo, pero el calor, de mitad del verano, me rodeaba, asfixiante. Respiraba deprisa y una gota de sudor resbalaba por mi cuello, tenso. Ignorando el picor que los hierbajos producían en mis piernas de pantalón corto, metí la mano en el bolsillo y saqué una piedra que coloqué en el cuero apenas sin mirarlo. Angustiado por el placer de lo prohibido y desoyendo los golpeteos en mi pecho, mis ojos descubrieron en las ramas bajas del árbol que tenía frente a mi, a las dos victimas de mi primera incursión al mundo de la caza. Mientras elevaba la horquilla para disponerme a apuntar, uno de aquellos dos pajarillos, por alguna razón, echó a volar hacia el tejado de mi casa, posándose justo en la antena. El otro, sin embargo, se quedó quieto en la rama, ofreciéndome su pequeño pecho, como retándome a probar mi incierta puntería. Tensé la goma lentamente, situando aquella pequeña figura, justo en el centro de la horquilla. Exhalé el aire de mis pequeños pulmones y conteniendo un instante la respiración, mis dedos se abrieron dejando escapar la piedra, que como una bala, voló en línea recta, golpeando con un sonido fuerte y seco la rama, justo debajo del pobre pajarillo que, ileso por poco y seguro que aterrorizado, voló en dirección a mi tejado a ponerse a buen recaudo junto a su compañero. Mis rodillas, flojeando entre el miedo y la emoción, me dejaron caer en la hierba, pensando que habría pasado si hubiese dado al pobre pajarillo, de que me serviría muerto y sobre todo, como demonios iba a ocultar en mi casa el remordimiento por lo que había hecho. Volviendo a mi realidad infantil, me incorporé y con aquel maldito artefacto escondido, volví a mi casa, donde lo escondí en el fondo, tan en el fondo, de algún escondrijo, que nunca mas lo volví a ver, ni a necesitar.
Hoy echo de menos a los pájaros, a veces miro y no veo ninguno y me pregunto si ya nos hemos cargado a todos. Echo de menos aquellos árboles que ya no existen y suelo aparcar junto a la valla que rodea el descampado. Y recuerdo con nostalgia, aquellos eternos atardeceres de alargadas sombras, sobre los campos de mi infancia.
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1 comentario:

mammamia dijo...

precioso relato.Bienvenido