¡Piiiiiipas, palomiiiiitas!
Pero al final nuestro padre, en plena crisis nerviosa y jurando que al año siguiente esto no le volvía a pasar (¡iluso!), se las apañaba para alcanzar nuestro destino, ese apartamento tan deseado y costoso en el que al entrar… descubríamos que era una puta mierda, con todo hecho un asco y un olor a baúl que no había quien lo aguantara. Ahí nuestro hermanito vuelve a vomitar el desayuno por séptima vez y estalla la mundial: Todos gritando, echándose las culpas unos a otros, y la abuela, para variar, jodiendo aún más a nuestro padre mientras nos abraza (¿Qué tendría que ver, me pregunto?). Afortunadamente, después de que el hombre se eche un Ducados en el balcón mientras las mujeres, poseídas por el espíritu de Mr. Propper, limpian hasta el tambor de la lavadora, todo vuelve a la calma y las ganas de playita hacen que nos animemos nuevamente y nos preparemos para tan ansiado momento. Así, nevera, tumbonas, sombrilla y balón azul de Nivea en mano nos bajamos a la calle para ver que, la playa queda a tomar por culo, lo que hará que se retome la discusión con un directo: “¡Vaya mierda de sitio has elegido! Esto me pasa por hacerte caso”. Menos mal que uno puede andar mientras discute, por lo que entre un “No sé porqué me casé contigo” y un “Ya estoy hasta los cojones de tu madre” llegamos hasta la arena y observamos… ¡Que está hasta las trancas y a ver quien es el guapo que encuentra un buen sitio cerca del mar! Sin embargo, nuestra abuela, que tiene que ponerse en primera línea de playa por sus santas narices, nos arrastra entre la gente, pisoteándola si hace falta, hasta llegar a casi meter los pies en el agua. Ahí, bajo las miradas recriminatorias de los que están a nuestro lado (prácticamente estamos debajo de su sombrilla), comienza la liturgia de montar el salón de casa en la arena. Únicamente falta la tele, pero por lo demás, está todo, agujas de coser incluidas con las que tejer una bufanda a 40º a la sombra. Así pasamos la tarde, con nuestras palas y cubitos, el flotador que te araña las tripas con el borde y tragando agua de vez en cuando (más la discusión de nuestra madre con el señor gordo de bigote falangista al que hemos echado arena encima) hasta que es la hora de volver al piso para prepararnos para la cena. Una vez duchados y con mamá clamando al cielo porque hemos dejado todo lleno de arena (¿Qué esperaba? ¿Hielo?), nos bajamos a cenar, lo que, pese al hambre que tenemos, llevará un rato porque nuestros padres no se deciden que sitio coger. Finalmente, como eligen el que está más petado, nos tocará esperar un buen rato, y para cuando nos sentamos, ya no hay ni hambre. Pero nuestro padre es todo un tragaldabas y además, es su momento, lo que ha estado esperando todo el año, por lo que pedirá de todo un poco, paella incluida a las 10:30 de la noche, para descubrir que las raciones son escasísimas, el sabor un poco mierdero y además le va a costar un huevo. Que nuestra madre encima diga: “¿Lo ves? Ya te lo dije” no ayuda mucho, la verdad, y, con nuestras espaldas quemadas, nos volvemos a casa con un nuevo berrinche: El año que viene, ¡A la montaña! ¡No cambiéis de canal y hasta la próxima!
¿Cuántos tétanos se habrán pillado en sus sillas oxidadas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario